La indignación

El que se indigna frente a algo difícil, tal vez trágico, parece colocarse del lado de lo bueno y en contra de lo malo, del lado de lo justo y en contra de lo injusto.
Interfiere entre perpetrador y víctima para impedir más daño, no obstante lo podría hacer con amor y, por cierto, de modo más apropiado.

En realidad ¿qué busca el que se indigna? y ¿qué hace en verdad?

Sin serlo en los hechos, el que se indigna se comporta como si fuese víctima.
Se otorga el derecho de obligar al perpetrador a pagar, sin que a él mismo le haya pasado nada.
Y se convierte en el defensor de las víctimas como si estas le hubieran pedido representarlas.
Por lo tanto, les quita sus derechos.

¿Y que hace el indignado con estas pretensiones?
Pues se toma la libertad de dañarle al perpetrador sin temor a sufrir represalias personales dolorosas. Puesto que sus actos parecen estar del lado de lo bueno, no necesita cobijar miedo a un castigo.

Para justificar la indignación, el indignado dramatiza tanto la injusticia sufrida como los efectos de la culpa. Obliga a las víctimas a que consideren la injusticia con la misma severidad como él. De lo contrario, las enfoca como sospechosas y por poco las ve como causa de su indignación, ellas de repente culpables.

En presencia de la indignación, es difícil que las víctimas renuncien a su dolor y los perpetradores asuman y reparen su culpa.

Si se dejara que víctimas y perpetradores buscasen juntos una reparación y una reconciliación, sería posible que lo lograran. Pero frente a un indignado es dudoso que esto acontezca; las personas indignadas por lo general no se dan por apaciguadas mientras no hayan destruido y humillado al culpable, aunque fuese a costa de las víctimas.

La indignación es en primer lugar una actitud moral. Esto quiere decir que no se trata de ayudar a nadie sino de imponer una reivindicación de la cual el indignado se siente y se ve como el ejecutor. Por lo tanto, al contrario de quien siente amor, él no conoce ni compasión ni medida.


Bert Hellinger